abril 21, 2011
El humo visto desde la infancia
El día que dejé de fumar transcurrió tranquilo, cerca de mi casa. La oscuridad ya se adivinaba en las alargadas sombras proyectadas por un sol casi oculto y yo estaba sentado en las bancas donde nos reuníamos a platicar hasta muy noche. Me gustaba fumar solo, viendo sin prisa las volutas de humo y pensando en la ciudad gris en la que me tocó vivir. Siempre quise fumar durante una tormenta. Cuando llovía me gustaba salir con Ron, mi perro café, simplemente a correr y sentir la humedad, a oler la tierra mojada y sentarme con él sobre mi regazo, sucio, temblando de frío y alegre de poder salir. Entonces me daban ganas de prender un cigarro, pero ¿cómo? Me solía sentar bajo un árbol viejo y esperar a que las gotas cayeran de las hojas, gordas y pesadas. La lluvia mojaba ininterrumpidamente la naturaleza y uno sabía que andando descalzo la tierra se colaría entre los dedos de los pies. Y un día, sentado bajo la lluvia, me di cuenta de que los caminos de piedra por los que siempre caminaba eran tristes, sobre todo aquel árbol de guayabas en el que solía colgarme seguido de niño. El árbol moría por aquel entonces y yo de vez en cuando le hablaba, porque en algún lugar leí o alguien me dijo que alguna gente le habla a los árboles. Y me daban lástima los caminos por los que anduve porque eran de piedra y grises. Uno de niño no puede andar caminando por caminos grises. Aunque me siguiera mi perra blanca, que en aquel tiempo perseguía mariposas porque todavía era alegre y porque todavía habían mariposas. Quizá no hubiera sido tan malo caminar por esos caminos de no ser por mis pulmones, que de pequeño eran débiles. Y me acordé de aquella unidad de salud, una casa calurosa y horrible, donde todo el mundo tosía y miraba mal. Me acordé de las horas sentado en una butaca roja, dura, quebrada en alguna esquina. Y la mano de mi madre. Yo me colgaba de ella. Esperaba con mi madre por horas, cansado y con el pecho lleno de enfermedad, mi turno. De vez en cuando avanzábamos un asiento o dos. Luego era una habitación con seis sillas y un lavado. Una enfermera me sentaba en alguna de las sillas y preparaba la medicina. Yo me quedaba viendo como ponía tres o cuatro líquidos en una pequeña botella plástica, asustado por la cercanía de las jeringas. Intentaba quedarme quieto, sosteniendo la botella entre mis dedos, conectada a una máscara y a una máquina vieja. Me molestaban el llorar de los bebés, el olor del humo que inhalaba, la mascarilla que sostenía contra mi cara, la encorvada figura de los anciano de ojos lacrimosos, el no poder hacer nada más que respirar la solución que le daban a uno. Y mi madre, que desde la puerta me veía y me sonreía, mientras hablaba con quien se sentara a la par suya. Y pensar lo que mi madre protegía: el cúmulo de recuerdos que soy, mis errores y terquedades, mis odios y mis vicios. Me di cuenta, que eran totalmente absurdas aquellas horas que pasamos juntos, el camino triste que solíamos tomar, esa mano que era lo que me consolaba, los helados que nos comimos después de la terapia, las mañanas perdidas en inhalar humo que me despejaba y me abría el pecho al mundo, sólo para inhalar ahora este humo que me vuelve amarillo y enfermo. Aunque me ayude a llevar la vida.
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¿Es un caso ficticio, o ya dejaste de fumar? Muy bueno. Conste, no me refiero al hecho de si fumas o no, sino al relato. Me gusta
ResponderEliminarEs ficticio, todavía fumo. Lo demás es verídico y además, de verdad pasó. Pero fijate, desde que lo escribí estoy pensando muy seriamente en dejar el tabaco.
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