Mercado, mañana, bulla. Dentro de poco se oirá el ronroneo de los buses, enfermos, como los recién nacidos bronquíticos de Maternidad. Las señoras apresuran, entre gritos -obcenos para aquellos que no frecuentan las realidades molestas- el montaje de los puestos. Corren un par de carros, todavía relajados en un tráfico no muy pesado, todavía a salvo de las hazañas del transporte público. Un taxi recorre a toda velocidad una calle principal, donde ya se empiezan a escuchar las primeras ventas de música reventar las canciones juveniles en decibeles molestos, dejando un ambiente de constante tensión entre ritmos parecidos pero irreconciliables. Los pies ya golpean las calles tristes, incompletas, sucias, hediondas. La arquitecura histórica mira la invasión con preocupación de quien quiere sobrevivir, mientras algunos se detienen a sus orillas a comprar algún café, a padre e hijo, que venden su miseria con su talante hermosísimo de raza olvidada, con resignación de venado. El sol aún no molesta, y algunos gritos bíblicos empiezan la jornada en plazas y pasillos, y la vida sigue, como en un río, una vena palpitante. Las palomas, iguales en todo el mundo, gobiernan el concreto sin nadie quien se los dispute. Catedral abre sus puertas de madera y descubre un mundo quieto, un oasis donde se refugian creyentes o simples cansados, mientras duerme abajo el héroe sacrificado. La masa de trabajadores, en camino a sus miserias diarias, olvidan las historias antiguas que gritan los siglos de convulsión, ignoran los resoplidos de animal moribundo, y evaden, cada veinte pasos, algún cuerpo abandonado en sueños íngrimos. El sol calienta; el Teatro es el único que gesta en sus entrañas algún futuro.
San Salvador, 2009
Vaya, vaya...
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